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En la esfera sanitaria el secreto profesional es
un deber inherente al ejercicio de la profesión, asumido de manera
compartida o derivada por todos los profesionales que participan en la
atención médica de la persona. Se fundamenta en sólidas
razones éticas, está recogido en todos los Códigos
deontológicos y en la normativa legal, que reafirma el derecho
a la intimidad y a la confidencialidad de la persona. Abarca todo lo
que ésta confía al personal sanitario y lo que éstos
hayan podido conocer amparados en su condición de confidentes
necesarios , sin que ni la misma muerte del paciente exima de su
guarda, siendo responsables del secreto todos los miembros del equipo
asistencial.
A lo largo de la historia, la interpretación del deber de secreto
se ha plasmado en dos tesis contrapuestas: la del secreto médico
absoluto y la del relativo. Los partidarios del secreto médico
absoluto defienden la inquebrantabilidad del deber de sigilo bajo cualquier
circunstancia. El facultativo es un confidente necesario del enfermo
y es esta “necesidad” la que le autoriza a conocer datos personales de
sus pacientes. La única forma de mantener la confianza en la profesión
médica es asegurar el silencio riguroso de lo acontecido en la
relación clínica, equiparándolo al secreto de confesión.
La doctrina del secreto médico relativo considera éste
como una obligación necesaria para garantizar el establecimiento
de una relación de confianza que permita el ejercicio de la medicina,
asegurando el respeto a la intimidad de la persona. Pero cuando por el
mantenimiento del secreto pueden resultar seriamente perjudicadas otras
personas o la sociedad en su conjunto, es necesario establecer límites
o excepciones al deber de sigilo.
Desde la perspectiva ética, conocer las razones que sustentan
el deber de secreto del médico y, de manera compartida, de otros
profesionales implicados en los cuidados de la salud, nos permitirá hacer
posteriormente una argumentación fundamentada de las justificaciones
que permiten hacer excepciones a esta obligación. Tradicionalmente,
el deber de secreto se ha fundamentado éticamente en tres argumentos
complementarios: el respeto a la autonomía de la persona, la existencia
de un pacto implícito en la relación clínica y la
confianza social en la reserva de la profesión médica.
Si no existiera el compromiso de los médicos de salvaguardar la
confidencialidad, los pacientes no se acercarían a la consulta
confiadamente. Las consecuencias de una medicina sin confidencialidad
serían muy graves para la sociedad. Se trata pues de una justificación
utilitarista del deber de secreto. Por otra parte, una interpretación
estrictamente contractual de la relación médico-enfermo,
en la que el facultativo se debe únicamente a su paciente, obligaría
a un secreto absoluto.
La lealtad debida al paciente es otro argumento ético que engloba
y complementa a los otros tres. Por ella se espera que el facultativo
y sus colaboradores hagan uso de la información sólo para
la finalidad para la que fue recogida.
Hay tres grandes supuestos en los que se plantea hacer excepciones al
deber de secreto: para evitar un daño a otras personas, para evitar
un daño a la propia persona, y por imperativo legal. El análisis
de la excepción: para evitar un daño a otras personas,
nos obliga a precisar que la lealtad es exigible para hacer el bien.
Pero cuando se traduce en injusticia deja de ser lealtad para convertirse
en complicidad. Ningún médico debería sentirse obligado
a mantener en secreto una información que con alta probabilidad
puede perjudicar gravemente a terceras personas; siempre y cuando se
hayan puesto todos los medios posibles para evitar desvelar información
confidencial, intentando convencer al paciente de que sea él quien
revele la información o conceda su autorización para hacerlo.
Respecto a la posibilidad de evitar un daño grave al propio paciente
revelando información confidencial, el respeto a la autonomía
del paciente obliga a considerar primero si el paciente es autónomo
o, mejor aún, si el comportamiento implicado se puede considerar
como una acción autónoma. Como en el caso anterior, al
acudir al fundamento de la lealtad debida al paciente, ésta es
exigible para hacer el bien. Pero si se traduce en maleficencia deja
de ser lealtad.
Por último, cuando un profesional sanitario revela información
confidencial por exigencia legal no necesariamente está justificado,
desde la perspectiva ética, para hacer esta excepción al
deber de secreto. Por tanto, el análisis moral del caso puede
contribuir a introducir algunos matices en el modo de responder a la
exigencia legal. Así, tanto en el caso de sospechar la comisión
de un delito al atender una lesión, que conlleva el preceptivo
parte de lesiones al juez, como al ser llamado a declarar como testigo
o inculpado en un proceso judicial, sigue presente la lealtad del profesional
hacia sus pacientes que implica el deber moral de secreto. Esto significa
que el contenido de la declaración quedará limitado a lo
estrictamente necesario y relevante para el objetivo judicial, justificado
en el interés público .
Otro modo de fundamentación, más operativo para la resolución
de dilemas en la práctica, consiste en valorar en cada situación
concreta los principios éticos en juego, de los cuatro considerados
como fundamentales: autonomía, beneficencia, no maleficencia y
justicia. El deber de confidencialidad se sustentaría principalmente
en el principio de respeto a la autonomía del paciente. Ahora
bien, desde el marco de referencia del respeto a la dignidad de la persona
y a los derechos humanos, y considerando que es posible una jerarquía
entre ellos (a nivel universal, previo a la relación clínica
y siempre exigible: principios de no-maleficencia y de justicia; a nivel
particular, rigiendo la relación médico-paciente: principios
de autonomía y de beneficencia), el principio de autonomía
debe ser respetado, siempre y cuando se cumpla primero con el obligado
respeto a los principios de justicia y no-maleficencia .
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